“Estos son, como todo lo que escribe Anna, poemas de amor. Pero, como amor es todo y es nada, los de Anna son ‘poemas de amor y añoranza’.
¿Quién es ‘Mario’? Mario será quien sea, un nieto, una madre, un amigo, un hijo, pero siempre es ‘la familia’. ¿Y qué es la familia, sino genealogía, búsqueda del origen? A su edad, Anna sigue buscando a su ‘madre’ (…), es una ‘madre’ física y metafísica. El ‘propium’, ‘lo propio’, de que hablaban los filósofos, de Anna Duart es la madre. La figura de la madre es la palabra invisible de todas las palabras visibles, su esencialidad más nuclear. Su gran amor.
Además de la carnalidad, ‘madre’ connota ‘añoranza de lo totalmente otro’, de ese amor eterno e insondable en el que nos movemos, existimos y somos. Dios es la raíz de la madre, y la madre el fruto de Dios. Sin ese enraizamiento, la fe se deshidrata, se evapora. Muy pronto se ve la diferencia entre el ‘creyente en’ y el ‘creyente que’: el primero pisa el suelo firme, el segundo vagabundea por entre las nubes en su muy triste narcisismo.
Mario es también la vida que se abre camino, el futuro mejor y más limpio, más humana y ecológicamente respirable y sostenible. Si la madre es el agua primordial, la ‘naturaleza’ es nuestro lugar ‘natural’, nuestra natividad. Y ambos nuestra esperanza: la vida se abre paso en un universo de sentido.
Y la ‘añoranza’ de Anna es una ‘añoranza de añoranzas’ articuladas entre sí como los aros olímpicos formando una unidad guestáltica reticular o sinalagmática: tiras de uno y te llevas todos.
Buena travesía sosegada, amable, querible y melancólica con este libro que ahora comienza a hablar de veras” (Prólogo, Carlos Díaz).
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