Santa Teresa inició su labor de escritora en plena madurez. Todos sus libros datan de los dos últimos decenios de vida. El primero de ellos, su autobiografía, está escrito en 1565, cuando la Autora ha cumplido los 50 años. De fecha anterior nos dejó sólo tres composiciones breves, las tres Relaciones primeras, escritas entre los 45 y 50 de edad. También las Cartas de la Santa son de data tardía. Salvo una, escrita a su hermano Lorenzo en 1561, y un par de billetes más, el carteo que de ella nos ha legado es posterior a sus 53 años. Ocupa los tres últimos lustros de su vida, consumada a los 67 de edad.
El retraso no es casual. Se debe a hechos fuertes, que sólo entonces pusieron en marcha su vocación de escritora. El acontecimiento determinante para el brote de su magisterio y la composición de sus obras mayores, fue su entrada en la experiencia de Dios. Como en el caso de los profetas bíblicos, no se trató de un hecho aislado sino de un entramado de acontecimientos en cadena. Ellos la introdujeron en una existencia nueva. Y la obligaron desde dentro a hablar de Dios, de su experiencia profunda y de una nueva visión de la vida, de las cosas y del alma humana. Presionada por la fuerza de esa nueva densidad interior, intenta escribir. Resultan fallidos sus primeros tanteos literarios: es demasiado delicado y friable lo que quisiera decir. Pero no tarda en liberar la pluma; y comienza a redactar con fluidez y sin trabas. Primero, para testificar en grande su caso personal: el Libro de su Vida. Luego, para trasmitir sus consignas de pedagogía espiritual: el Camino de Perfección. Por fin, para formular su gran síntesis del misterio de la vida cristiana: el Castillo Interior. Por las mismas fechas en que escribe este último libro místico, llega al apogeo su epistolario: años 1576-1578.
Pero el carteo teresiano, con cuanto tiene de fenómeno singular en la historia de la literatura y de la espiritualidad, fue determinado por resortes diversos. No se trata en él de una expansión mística, ni del resultado de una interior fuerza profética. Ni siquiera del desbordamiento de su riqueza y densidad interiores. Ante todo, ella escribe para comunicarse. Humanamente, posee alma abierta. Amiga de soledad, dirá ella. Pero no menos necesitada de vasos comunicantes a nivel humano. Es intuitiva, dinámica, dotada de fino sentido práctico; pero sin autosuficiencia. Para vivir y actuar, necesita el refrendo ajeno. Amistades y asesorías. Hermanas religiosas y teólogos letrados. Personas en comunión con sus ideales y sus empresas. Nace así el primer brote epistolar, como simple prolongación de la comunicación oral cotidiana, en familia, amistades, vida religiosa…
Rápidamente, el cuadro se adensa y se dilata. La vida misma introduce a la Madre Teresa en una plataforma de acción compleja y cargada de responsabilidades. Con ella en medio, desempeñando un caudillaje femenino poco corriente en aquella hora de la historia y en el marco de aquella su «cristiandad». Para fundar, viajar, comprar y vender, discutir de jurisdicciones y reformas, seleccionar vocaciones, prioras y letrados, allegar dineros, negociar en la corte de Madrid, tramitar licencias en Roma, arreglar casorios y herencias, dar consejos de oración, celebrar la llegada de novedades americanas como las patatas, el anime o la tacamaca (ella escribe «catamaca»), y cien mil cosas más, tendrá que empuñar la pluma y entablar el diálogo. Surge así una red de comunicaciones humanas que cruzan la geografía castellana, atraviesan los más variados estratos de aquella sociedad y tienen en ella —en el alma de la Santa— una especie de nudo de comunicaciones.
Llega a adquirir conciencia o contraer el complejo de escritora de cartas. Un buen filón de su jornada monástica y contemplativa tiene que reservarse para eso: «dijo a este testigo la dicha Ana de san Bartolomé que la acaecía a la dicha Madre Teresa estarse despachando y escribiendo cartas hasta las dos de la mañana, y que se acostaba a aquella hora y decía la despertasen de allí a dos horas…» (BMC 18, 286). Escribirá ella misma: «¡estas cartas!… me mata tanta baraúnda» (138, 1). Y casi a la par: «cartas, que con esto vivo» (160). Tantas cartas… «me tienen tonta» (124, 6). Y, puesta a escribir, la «lástima es que no sé acabar» (175, 10). Todo ello sin traumas para su vocación mística ni para su alma de contemplativa. Sin repliegues involutivos hacia el eremitismo y la soledad. Y a la vez sin problemas para la vida religiosa que ella promueve y acaudilla. Al contrario. Precisamente dentro del grupo monacal que ha congregado en torno a su persona, pone en marcha un estilo de fraternidad y convivencia que exige la comunicación humana con la misma fuerza que la comunión en los ideales místicos. Cada carmelo suyo es un grupo de personas abiertas en las dos dimensiones: en la comunión mística del ideal contemplativo y en la comunicación humana de la vida de cada día, con sus alegrías, problemas y quehaceres. De ahí que cuando los carmelos de la Madre Teresa se multiplican, rebrota a nivel intercomunitario la misma necesidad de comunicar. Ella de nuevo en el centro. El carteo, de Carmelo a Carmelo, crea una red de comunicaciones que prolongan la apertura de alma de la Fundadora. Problemas caseros, enfermedades y dolencias monjiles, vocaciones, intercambio de regalos, acoso pecuniario, indumentaria, estampas, recetas de curandería, lecturas, motivos de oración, todo lo que hace el entramado de la vida cotidiana en un grupo de religiosas enclaustradas, asoma ahora y fluye por el carteo que va y viene de un carmelo a otro, a través del cauce creado por la fundadora: «ese mundazo de Sevilla» (152, 4); «esa Babilonia» de la corte de Madrid (265, 1); las noticias de las Indias —«¡esos indios no me cuestan poco!» (2, 13)— o las algaradas de los moriscos en las serranías de Andalucía, o los presagios de guerra con Portugal («lo siento tan tiernamente que deseo la muerte… por no lo ver» —por no ver la guerra— 305, 5), o las peripecias del mundillo conventual… Todo ello visto al trasluz de un prisma excepcional: los ojos vivaces y purificados de la Madre Teresa.
Su epistolario resulta, así, un jirón de historia al natural, modesta y humilde, pero veraz; y una lección de vida humana y cristiana integral, sin adobos ni alambiques. «Entre los pucheros anda el Señor», había escrito ella. Las alturas de la experiencia mística contadas en las Moradas, resulta que eran vividas entre el ajetreo de carteros y carromatos, tal como queda documentado en este epistolario.